Como muchas mandarinas en mi día a día y casi todas me engañan: la pequeñita de piel fina y peleona que, de tan ácida, resulta corrosiva; la de piel gruesa que se desmonta con facilidad y cuyo sabor brilla por su ausencia; la que se presenta dulce y atractiva, y que, al final, ni es dulce ni es atractiva, sino empalagosa; y la que engaña con apariencia de encantadora, pero que por dentro está arrugada y afeada por el tiempo.
Está claro: la mandarina es una hija bastarda, una gorda traicionera, un enigma. No se puede confiar en ella, y, sin embargo, ha logrado colarse en nuestras casas; ha logrado que el ser humano confeccione un helado con su sabor; ha vivido siempre a cuerpo de rey.
Será porque es la fruta de la esperanza; porque a pesar de que nos haga fracasar una y otra vez, siempre volvemos a ella, pensando que en cualquier momento llegará la que nos arrope con su suavidad, la que nos haga cerrar los ojos lo justo y nos obligue a emitir un gritito, la que nos refresque el medio día y nos saque una sonrisa.
Solo por ella —la esquiva— merece la pena seguir intentándolo.
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